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Fragmento de: Al límite de nuestras vidas. La conquista del polo, Philippe Nessmann
Era el comandante Peary. A pesar de mis cuarenta y dos años y de que él era diez años mayor que yo, seguía llamándome «hijo» afectuosamente. Su gran bigote pelirrojo no lograba esconder su sonrisa en cuña y, bajo las tupidas cejas, brillaban sus pequeños ojos grises. Apoyó sus huesos sobre la barandilla del Roosevelt:
–¡Mira, ya estamos aquí! Otra vez...
Me apoyé en la borda.
Podría haber admirado esta tierra durante horas. Aunque la conocía de memoria y la quería como si hubiera nacido en ella.
Pero esta región hostil también había sido escenario de los episodios más dolorosos. Nuestras dos últimas expediciones, de 1898 a 1902 y después de 1905 a 1906, cuyo objetivo era conquistar el Polo Norte, fueron dos dolorosos fracasos. En el primer intento, caminamos agotados por la nieve a cincuenta grados bajo cero y Peary no prestó atención al frío que le mordía los pies. Una noche, al quitarse las botas, descubrió que tenía los dedos de los pies negros y duros. Congelados. El veredicto del médico fue como una puñalada. «Hay que amputar». «Usted es el médico –respondió Peary–. ¡Pero déjeme los justos para mantenerme en pie y caminar hasta el Polo!»
Discretamente, bajé la mirada hacia la cubierta de madera del Roosevelt, después hacia los zapatos ortopédicos del comandante. Dos dedos, el meñique de cada pie, no le dejaron nada más. Pero una voluntad intacta e inquebrantable animaba aún aquel cuerpo disminuido: la voluntad de ser el primer hombre que llegara al Polo Norte. Qué carácter tan fuerte.
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