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Fragmento de: Como un galgo, Roddy Doyle
En una ocasión, alguien le había contado que cuando a una persona le cortaban una pierna, seguía notándola mucho después de haberla perdido. Cuando le picaba y se disponía a rascarse, entonces recordaba que no tenía pierna. De este modo se sentía Mary. Tenía la sensación de que Ava la acompañaba de vuelta a casa. Sabía que no era así, pero de todos modos a cada rato miraba a su lado... y eso era peor.
Mary sabía perfectamente que Ava estaba en otro barrio de Dublín, a solo siete kilómetros de allí. Pero si hubiera estado actuando en una película o en una obra de teatro y le hubieran dicho que tenía que llorar, habría pensado en Ava, y no le habría costado. Mary no entendía por qué la gente cambiaba de casa. Era una estupidez. Y tampoco entendía por qué, al preguntar a sus padres –a los de Ava– si una amiga (Ava) podía quedarse a vivir con la otra (Mary) en vez de mudarse, se habían negado.
–Si se queda con nosotros no tendréis que alimentarla –le había dicho Mary a la madre de Ava el día antes del traslado–. Os ahorraréis un montón de dinero.
–No.
–Sobre todo con la recesión y todo eso.
–No.
–Pero ¿por qué? –preguntó Ava.
–Porque eres nuestra hija y te queremos.
–Entonces haz un sacrificio y deja que se quede –dijo Mary–. Si la quieres de verdad. Esto no tiene ninguna gracia.
–Ya lo sé –dijo la madre de Ava–. Pero es que es tan gracioso...
Y estas eran precisamente las estupideces que decían los mayores. Veían a dos amigas del alma que no querían separarse, que preferían morir antes que separarse..., y decían que les parecía gracioso.
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