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Fragmento de: La luz en los dedos. Luis Braille, Miguel Álvarez
A tan corta edad, Luis se ve obligado a emprender una nueva forma de vida. Ya no puede contar con sus ojos para ver las cosas, la cara de los demás e imitar sus gestos. Su rostro se va volviendo, por ello, más inexpresivo.
Ahora se tiene que fiar de sus otros sentidos, su tacto y su oído, para moverse y reconocer lo que le rodea. El que sea tan pequeño le sirve para que esos sentidos se afinen extraordinariamente. Pronto ya no tropieza. Parece que presiente los muebles y que los ecos de su voz, al rebotar en los objetos, le indican donde están las paredes, las puertas o los muebles.
El cura, cuando tenía unos ratos libres, se acercaba a la casa de Luis y se sentaba en el jardín con él. Charlaban de todo. Le hablaba de los árboles y de las flores y le decía cómo eran. Se las acercaba para que las tocase y las oliese y pronto Luis las reconocía por su forma o su perfume.
–El tiempo no es siempre el mismo, Luis. Hay día y noche, amanecer y atardecer. Y durante el año se suceden las estaciones. Las flores florecen en primavera. Luego, llega el verano y es el trigo el que se mece en el campo. En otoño caen las hojas de casi todos los árboles, pero antes aparecen las uvas y la fiesta de la vendimia, que tanto se celebra en el pueblo. En invierno, en cambio, la tierra se duerme tapada con una sábana de nieve... y prepara la próxima primavera.
Luis le escuchaba fascinado ante ese mundo que el abate Jacobo le presentaba. Se reía cuando el cura imitaba las más diversas voces de los animales para que los conociese: el croar de las ranas, el rebuzno de los asnos, el relincho de los caballos, el mugir de las vacas. También los animales exóticos, cuyos dibujos no podía ver, pero que el párroco le describía con todo detalle.
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