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Fragmento de: Los muchachos de la calle Pál, Ferenc Molnár
El vendedor de halvá tenía desde luego una mente muy comercial, porque al pobre querían expulsarlo de las proximidades de la escuela. Su pobre cabeza sabía perfectamente que, si lo expulsaban, no tendría más remedio que marcharse y que, por mucho que sonriera a los profesores que pasaban delante, no podía evitar que lo consideraran el enemigo de la juventud, a pesar de todos sus dulces.
–Los muchachos se gastan todo el dinero en el puesto de ese italiano –decían. Y el italiano intuía que a su negocio no le quedaba mucho tiempo al lado del instituto de bachillerato. Conclusión: aumentaba los precios. Ya que tenía que irse, al menos prefería ganar algo. Es lo que dijo a Csele:
–Antes todo valía un céntimo. A partir de ahora todo vale dos.
Mientras soltaba estas palabras chapurreadas en húngaro, gesticulaba ferozmente con su hachita. Geréb susurró al oído de Csele:
–Tira tu sombrero entre los dulces.
A Csele le encantó la idea. ¡Sería una maravilla! ¡Cómo volarían los dulces a diestro y siniestro! ¡Y cómo se divertirían los muchachos!
Geréb, como el diablo, le susurraba al oído las palabras de la tentación:
–¡Tírale el sombrero! Es un usurero.
Csele se quitó el sombrero.
–¿Este hermoso sombrero? –preguntó.
El asunto iba mal encaminado. Geréb se había equivocado de persona para su hermosa propuesta. Porque Csele era un dandi.
–¿Te da pena? –preguntó Geréb.
–Pues sí, me da pena –respondió Csele–. Pero no creas que soy un cobarde. No soy un cobarde, pero me da pena el sombrero. Y hasta puedo demostrártelo porque, si quieres, le tiro encantado el tuyo.
No se podía decir algo así a Geréb. Era casi una ofensa. Se puso hecho un basilisco. Y dijo:
–Mira, mi sombrero ya lo tiro yo. Este hombre es un usurero. Así que, si te da miedo, vete.
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